En un mundo basado en la tecnología, de una manera paradójica, las normas del amor y el uso de esa utilización del día a día del romanticismo volvía a hacerle ver que otro mundo era necesario.

Ese otro mundo en el que había un interior. Un interior lleno de recuerdos, quietos, encerrados en caricias, besos y tiempos. Sin más resultados. Solo siendo la forma de su vida. De ella.

No le pedía que le amase siempre así, solo que recordase. Que en algún lugar dentro de ella siempre estaría la persona que fueron y que podrían seguir siendo. Que todo ser humano habría de ver más lejos, y que cerrase los ojos en esa belleza. Que volviese al sueño de vivir, ahuyentando el miedo, las tinieblas y el desorden.

Ciegos de dolor, a veces, sí. Y locos, o tontos. Donde una noche le masajeaba y al otro le lloraba. Habiendo cosas que solo ellos se habían dicho, viviendo con amor y las formas del querer, venciendo al temor de un mal futuro y el recuerdo de un mal pasado.

Porque todos necesitaban recuerdos para saber quiénes eran, y no solo el tiempo escribía en la piel. Más la confianza de los libros, tanto como que el mundo no habitaba dentro de uno solo; únicos testigos y lugares adonde no llegaba el recuerdo vivo.

¡Cuánto costaba ver lo obvio! Ese amor suyo que no se parecía a nada. Actos de amor, o no, solo saliendo de su soledad para acompañar a la de ella, dejando de esperar que el mundo cambiase, y mirando de frente.

De esos hombres que dicen amor como si hablaran de su miedo a una soledad insoportable,

habiendo mujeres que querían creerles. 

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