Lo extraño, que tanto nos gusta

Había días en los que August se levantaba y no sabía si quien se miraba al espejo era un altanero de mierda, un jodido orgulloso o un capullo renegado. Ni si tan pronto estaba en un hotel en Praga que formando parte de la peor y mejor Unidad de Extranjería como inspector. De su equipo, la brigada Santamaría y otros cuantos lugartenientes más apenas sabían que los jueves era el día de cobro, pero para William cada día era el diario inacabado de una despedida: no le quedaba hueco en sus antebrazos para hacerse más muescas.

Aunque luego resultaba ser una mierda de funcionario, para los que ni la vida ni la muerte pedían permiso. Pero sí, cada día le era una olimpiada de enigmas. Esa misma ansiedad y, a la vez, nervios en el estómago, antes o cuando podía, los intentaba ahogar en la piscina, pero hasta en pleno verano se despertaba con dos inviernos a los lados a poco que le llegaba el alba.

Marie, una asistente de dirección, no solo fue la esposa que lo sostuvo alejado de la bebida durante veintisiete años, sino que fue quien medió para que Cabeza de cerdo, que era como le apodaban en el gremio, supiera que no cualquier demonio podía quemar. Realmente, algunas veces el daño ya fue bastante, pero a fin de cuentas supieron convivir con esos dieciséis centímetros de tumor, porque, para ellos, los telediarios jamás fueron las novelas reales de ese mundo que les fue en vena.

Hacia la noche, al tomarse su vaso de leche con galletas e irse a dormir, sabedor que todas las leches maternas alimentaban, se acostaba junto a ella con los pies desnudos ardiéndole y se daba a las memorias secretas de una muñeca, con la disciplina de las santas. Ella, abrazada a la almohada, al colchón, o estirando y recogiendo las sábanas iba rindiendo su cuerpo hasta que la cabeza le seguía, o viceversa.

La canción de la vida profunda no era otra que ese vínculo emotivo de la noche sin miedo, recortando a la madurez sin desangrar a las palabras. Su voz prendía las linternas, al canto ebrio o a los susurros lejanos, inclusive a la lluvia entrecortada o a ese aire que se levantaba según qué días. La persona aparentemente más burda, con uno de los trabajos seguramente más desagradables de cuantos se inventaron jamás (dar cuenta de todos esos seres -niños en su mayoría y mujeres también- que se quedaban atrás en el paso de la frontera antes de que las alimañas apenas dejasen olvidadas un trozo de uña por ingerir), resultó ser todo un doblador de cine. El timbre de su voz lo tornaba a femenino, de esos de época, como cuando Scarlett O´Hara.

Nadie salvo ella pudo imaginar jamás que un engreído y buitre del mal corazón, osase a imitar a alguien con todo gusto de detalles, mucho menos cuando a lo largo de las horas centrales del día se hartaban de chistes comunes, en nada emocionales e intuitivos. Su trabajo, su camaradería, su apodo, le iban por delante. Pero la tierra no significaba nada para él, porque era lo que hacía: recoger muestras de tierra con restos humanos. Por la tierra trabajaban y luchaban o cobraban los restantes. Es lo único que perduró toda vez que se fue Marie, quien le dejó deberes:

Cada noche, cuando me vaya. ¡Tú sabrás cómo llevarás la cuenta! Pero cada noche, cuando me vaya, me dirás dónde has estado y con quién.

Y luego estaban los que lo mezclaban todo o se bebían cualquier cosa.

Escribir un comentario

Al continuar con la navegación entendemos que se acepta nuestra Política de cookies. Más información

Utilizamos cookies propias y de terceros para mejorar la experiencia de navegación, y ofrecer contenidos y publicidad de interés. Al continuar con la navegación entendemos que se acepta nuestra Política de cookies.

Cerrar