El cielo era real. Como si hubiera dos cielos, uno encima del otro. La verdad, no obstante, seguía siendo una cuestión de consenso en tal lugar, no de hecho o de derecho, de que cuadraran los relojes y lo que no solo eran las horas. 

Un sitio en donde las mujeres eran mucho más divertidas cuando estaban gordas, sostenían en cierto modo, pero ellas jugaban a aguantar la respiración.

Como un perro que miraba las estrellas se quedaban padres, hijos, el mejor amante y los mejores amigos a su paso. De ellas se vislumbraba hasta el olor de la leche materna, ese misterio del tipo vainilla, sobresaliente.

En ese pueblo el diablo siempre tenía trabajo, porque aún con esas, la que paseaba la bici, como tantas otras, no era la más hermosa. Padres, hijos, el mejor amante y los mejores amigos tenían más dueñas de su tiempo.

Y eso que lo básico para las personas, en ese pueblo y en los restantes, era comer, vestirse y tener un techo; solo que allí, cuando alguien nacía, no le podían pedir a la vida que le pasaran cosas bonitas, y ni con los ojos cerrados podían escapar de lo feo, de lo hermoso, hinchándose de vida.

Un sitio donde ninguna se sentía sola cuando su mirada retrocedía, ya fuera por los amores perros… y por esas fragancias de siempre, que, como polvo en el viento regalaban vainillas cuando las luciérnagas estaban volando, y a cualquier hora que el naciente precisase.

Mujeres que nunca ofrecían dos veces lo que se rechazaba una. Mujeres de voluntad férrea. Mujeres que, a veces, con el trabajo bien hecho no tenían resultados. Mujeres que no confundían a quien tenía una tribuna con quien tenía la oportunidad.

Los relojes del diablo les marcaba las horas: un gran anfitrión, desde hacía años, siglos. A todas, y a todo, como si hubiera dos cielos, uno encima del otro… en algún lugar, al otro lado del mundo. 

 

 

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