Se acordaba de ella: de su cara buena y de su cara mala. Por momentos la mujer menos terrenal que había conocido; en otros, silencio y placer. De ahí que no buscase culpables y se diera a sus cosas, de hecho, cuando se amaba a alguien había que aceptarlo todo.

Lo que no había hecho ni haría sería mudar la piel. Era quien era y como era, y no cambiaría, ni por ella ni por ninguna otra.

La libertad estaba tan coreografiada y manida que tiempo atrás ya la sintió alejarse. No sabiendo si esa vez sería la definitiva, o quizás habría una oportunidad más. Esa en la que el mundo ya habría construido todo cuanto necesitarían, o por cuando supieran asumir y encajar todos los gestos. 

Aquella oportunidad y mundo en la que ella se conformase y contentase con la idea de realidad que se había construido. Dado que como si nada, como si nadie, como si todo empezaron y del mismo modo se alejaron. O se alejó, ella. La misma que lo empezó todo con valiente alegría, porque ese jamás hubiera dado un paso al frente. Era de los de mantener las distancias, de los de no meterse en la vida de nadie. Igual de cobarde o más que para dejarla si fuera el caso.

Uno que respetaba. Que quería a su manera. A la manera de antes: para siempre, y sin tonterías. Nada de machismos ni feminismos. Solo pretender saber que había otra persona con la que contar, y a partir de ahí hacer vida. Mejor o peor, pero hacer vida. Justo lo que les faltó.

Peor, en el sentido de que había que conformarse con lo que se tenía y saber disfrutarlo y valorarlo. Mejor, porque por poco que se tuviera, juntos, con ella, siempre haría cosas que solo ni se atrevería. Cosas de esas tontas, normales, como salir a tomar algo y conocer algún que otro lugar y mares, otras gentes y poder sentir la caricia de alguien sin tener que perjurar ni vender su alma.

Pero la vida se les había adelantado. En ese amor murieron temprano porque no eran ni sueños ni pájaros, y sus aires les pesaron. Ella se distanció, y él. De forma paulatina ella dejó de verle, la que siempre dijo tener esa necesidad intrínseca. Cosa que él notó, y respetó, otro que también a su manera se fue contrariando en ese efecto dominó.

Y pasó lo que tenía que pasar, que la distancia de los días y los trabajos, la misma que otrora época intercedió para que se conocieran más, les hizo de menos. De tal modo que se redujeron a poco menos que la cordialidad, como si apenas se hubieran cruzado, por mucho que se sintieran o quisieran sentirse o evitarse. Una oscuridad clara y meridiana por parte de ambos, terca y ruda como la vida misma, con sus momentos de ego y sus bajones. Una falsa calma antes de la furia.

A todo esto, en un entorno mediatizado que debían evitar con humildad y caballerosidad. Y sin remedio a la vista, además con el hándicap de que ni llegó a haber un adiós como tal. Días en los que costaba creerse, cruzarse y mirarse o no mirarse. Días de educación, de respeto y días que no se querían tener ni seguir teniendo, pero días, en suma. Días que pasarían y días que llegarían.

Porque las noches las pasaban juntos. Al menos él, que, pasadas las primeras veces de hartura, de agotamiento, de convencimiento y de negación, la abrazaba y hasta casi que la olía y le susurraba. Para sí le era un no se sabe qué. Algo que requería de poco esfuerzo, que le salía más bien solo. Una necesidad intrínseca. Quizás parte de ese duelo del tenerse y del no tenerse, del tomar aire y de ser uno mismo junto a un ser querido.

Los pájaros, incrédulos, animalitos que lo veían y cantaban todo, cada vez que se posaban en las ramas de tal hogar o por cuando le seguían en sus vericuetos, mayormente callaban. Sabían que no era la primera vez, que no era el primer estío. Y por más que hubiera más y más estaciones, no cesaban en su hacer de pájaros: abriendo los días y cerrando las tardes noches. Pájaros que miraban, cuales manos pudieran deshojar ese confín. Unos entre jazmines, otros tras las columnas, los menos lidiando en el circo azul tostado. Lejanos, nunca. Todos, expresando la elegía de ese silencio por si llegaban los astros al beber de la luna y dormían los ramajes del blanco almidonado.

Ojillos cerrados que no lo eran, yunque que todos sufrían; aires vedados, verdes vientos, verdes ramas y un viento que ni a la mar. De vana espera inmortal, con duelos de mordiscos y azucenas, pues él la abrazaba y la mordía, sobre su cintura de tigresa y paloma. Hasta rasgarle las venas. Locura serena siempre oscura. Polisón de nardos. Jinete tocando el tambor del llanto que no lo era y vida de aurora. Impúdica vida, impúdico cieno.

Sudores sin fruto y juegos sin arte. Enjambre furioso taladrándola y devorándola, abandonado cual niño en su angustia dibujada. La del blanco almidonado, la del ramaje de las alas. Inmensas escaleras y un sueño de distancias y sollozos perdidos. Nardos febriles. Llagas de amor. Sepultura y cadenas.

Inmensa cumbre estrellada, eso de la memoria. Un soñar en la mar amarga, un crecer. Cuchillo por banda y montura por espejo. Ni trescientas rosas morenas con sus farolillos de hojalata. Cogida y muerte de toda aquella muerte derramada, de cuando se conocían, de sus plazas grises de sueño. Un viejo mundo en el amanecer que no era, muslos de miel y la espesura del gemir. Sucia de besos y arena, sucia de heridas que quemaban como soles. 

Más el otoño vendría con sus caracolas, cantos sin alborada ni sementera. Vals de las ramas secas. Perpetua sangre y pura luz brotando. Quién sabe si con las heridas de alrededor, buenas y malas, tristeza que tuvo un día su valiente alegría.   

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