Había pasado casi un mes desde que ella se marchó. Semanas antes ya se había llevado su lencería y algunos otros enseres, dejando apenas el calzado de estar por casa y algunos productos de higiene personal. Ya no quedaba nada material que fuera exclusivo de ella en esa vivienda. Salió con todo y sin nada.

Él se arrepentía, pero como adulto debía respetarla. Fue ella quien lo dejó. Ella necesitó irse, y él no corrió tras ella. Pero seguían juntos, al menos él así lo creía. Y creía que ella también lo sentía, porque estaban hechos de amor y de pensamiento.

Por más que cada cual intentó retomar sus días sin el otro, ni por casualidad se olvidaban. Resultaba sumamente difícil escapar de alguien con quien se quería estar. Juntos, se hacían sentir mejor persona, por días malos que tuvieron. Días, de esos, en los que él se agobió (por ella y por todo) y de los que a ella todo le supo a poco.

Atrás quedaron las palmeras de chocolate, los viajecitos al café del parador, las probaturas de bizcochos y los pecados a la luz de la luna, amén de otros haberes.  

Por suerte ninguno había cambiado de vida ni había rebuscado entre sus recuerdos, luego había opción para seguir dándose sentido y pertenencia. Para desconectar, para unirse, para relajarse y ayudarse, o esconderse, que eso también supieron hacerlo y bien que lo necesitaban.

Uno y otro, habían probado a sobrellevar la tempestad en vísperas de los días de viernes, y de cualquiera otro día, y por mucho caminar siempre volvían al mismo punto de partida: ¿por qué no estar juntos?

Resultaba irónico que en esa casa se hubiera quedado el cuadro del embarcadero, la foto de él, los cojines del cabecero de la cama, y la funda del sillón. Enseres de esos dos años que se dieron que lo resumían todo en un hogar que no supieron cuidar. Presunto inocente, ni se atrevió a moverlos. A su modo le daba las gracias por estar a su lado, que también los odiaba. Pero había madurado. Esperaba tenerla cada día más cerca, y no tan lejos. De tener otra oportunidad, se dejaría cuidar de mejor modo. En parte lo necesitaba, y creía que ella también.

A su modo la había estado sintiendo, y tras haber pasado los primeros días con una sensación de falsa libertad o más bien liberación personal, seguramente le hubieran surgido brotes de rabia y hubiera echado mano de las típicas frases apelando a que ella se había entregado del todo y apenas había recibido nada, para, días más tardes, estar en esa fase donde aceptar el perdón propio y ajeno, no sin echar mano de los típicos dichos sobre la felicidad y la paz y aquello del ser feliz, como si se estuviera por encima del resto de los mortales o se fuera Teresa de Calcuta.

Quizás, todos esos pensamientos formaban parte de un proceso interior de aceptación, porque a su manera la mujercita había enlazado una relación con otra, y eso de algún modo había de digerirlo. También le habrían influido sus restantes obligaciones, como madre, y cómo no, las amistades, que, apoyándola, la hubieran inclinado a esa aceptación tan dichosa y vehemente, creyendo fortalecerla.

Pero la vida, que no engañaba a nadie, los había unido y separado.

Unido porque en honor a la verdad podían estar hechos el uno para el otro, a poco que quisieran y se dieran. Y separado, porque necesitaban darse cuenta de ello, teniendo ya una edad y vivencias. Ahora bien, las mujeres eran mejores timadoras que los hombres. Y ese no se fiaba. Ni podía arriesgarse. La respetaba tanto, por querer lo mejor para ella, que no se atrevería a incomodarla. Para sí, seguía muy presente que la misma se marchó de su casa dejándolo sin nadie, solo, como si con ello la misma hubiera obtenido una dulce salida a una amarga situación, liberándose. Así pues, no era orgullo ni cabezonería, era respeto, por lo que no movería un dedo para recuperarla. Había de ser ella la que por propia voluntad tocase la puerta y se dejase notar. La que diera otro paso al frente, como la primera vez, en ese mundo de adultos tontos.

Agostarse sería preocupante. Aparecerían los verdaderos miedos, y uno y otra sí que recogerían velas, protegiéndose irremisiblemente. Y cualquier cosa podría suceder, pero no entre ellos. Dejarían atrás el amor, los placeres y esa vida inacabada. Volverían los vértigos, los mareos, los cabreos. Las muchas preocupaciones… que en verdad nunca se fueron, pero que en tiempos, sí supieron domesticar… cuando fueron uno, sintiéndose. Porque eso le faltó a sus días: tiempo. Darse un poco de tiempo, entenderse mejor. El calor influyó poco, fue la presión del tener que hacerlo todo. Y de qué modo.

Las nubes grises, pasajeras y enardecidas, que cada tarde aparecían y desaparecían así lo atestiguaban. Era el poder de la naturaleza, que no engañaba, solo mostraba lo que había. Soledad. Soledad de estar solo, soledad de querer y no poder, soledad de amor.

El cuadro del embarcadero era eso. Un quiero y no puedo. Una luz sobre la que destacadas sombras se hacían nítidas. Todo un miramiento a ciertos pobres diablos. Ellos. Seres de ojos humedecidos que cogían aire con fuerza, de mirada joven y mezcla de asombro y atención, abandonados a cualquier esperanza, la suya, no dejándose llevar por las carencias que dominaban su existencia.

Lo mismo necesitaban eso: decirse que no. Oírlo de viva voz de la otra persona. Y entonces sí, quererse mejor, de otro modo. Oírlo, aunque fuera en tono cortante y mosqueado, pero oírlo. Y replegarse con aprehensión, refugiándose con recelosa determinación, asintiendo con la cabeza… Lo otro, dejar ese agosto en una mueca de disgusto y mascullar la vida juntos también podrían, y dejar a un lado la melancolía moderna, la ambigüedad moral y la obscenidad secreta del quererse.

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