Tag: papel mojado

30
Dic

El molino de las aspas de papel mojado

Allí iba la gente a mentir. Decían que se ponía en marcha cuando nadie lo veía, y que molía dinero. Hasta que llegaba a curar los pecados de infidelidad. Ese molino era todo un azar fortuito. Y un lugar donde las tradiciones continuaban vivas. Mentiras que podían ser verdades y engaños; miedos y necesidades.

Desde mucho antes del siglo XI paraba gente en sus inmediaciones. Las gentes se apeaban de los trenes, unos riendo y otros llorando, grandes y pequeños. Y cuando un tren partía, rápidamente su lugar lo ocupaba otro. Así sucesivamente.

Decían, que los poderosos lo colmaban de regalos, y no solo a cambio de una de sus sonrisas, que sabía hacerlas el gigantón. Era un molino diferente a otros. Por años que tuviera pareciera joven, fuerte e inocente. Además, se decía que leía el deseo en la mirada de las personas.

Hacia la noche se le iluminaban las aspas con el pálido reflejo de quiénes nunca dormían y sus trasuntos. A sus pies había quien rezaba supersticiones, manías o lo que fuera, solo hasta el romper del alba, que para entonces la población se multiplicaba.

A esa hora siempre llovía. Una llovizna pertinaz, de apenas un ratito en ese intervalo del cambiar la noche al día, ahora bien, el dinero que caía no era baladí. En una de cada diez gotas los peregrinos podían hacerse ricos, ya fuera para el colegio, las vestimentas, comer o el médico y tener para la casa.

Llegaban a atracar barcos de madera junto al mismo, también con sus velas, hacia una especie de archipiélago, que no solo trenes repletos de gentes y mercancías. Muchas entregadas como ofrenda. Más lo difícil no era llegar justo para cuando lloviera esas preciadas gotas. Si te excedías en la fuerza, el dinero se evaporaba al mero tacto de la piel; y si por el contrario, la levedad destacaba, no solo no había premio sino que además quemaba el propio agua. Y mucho.

El molino también era un lugar de reunión, que no solo una burbuja de candor y libertad para jóvenes de todas las edades. Tanto como que algunos quisieron pintar sus paredes, y un aspa se molestó. Porque las aspas podían moverse juntas o por separado, conformando un boceto dificilísimo de imitar, máxime, con todo ese mar de gentes en sus alrededores.

Habían construido hoteles, algunos lujosísimos, en los vericuetos de esa raña donde se ubicaba. Construcciones que tan pronto sentían el frío como el calor, el viento como la cálida paz del mayor de los sosiegos.

Había hombres y mujeres que hasta intentaban concebir allí mismo a sus hijos, algo en nada poético para los provincianos más conservadores. No por vulgares o libres, sino porque en ese contexto y metrópolis había tantas verdades y mentiras, con etnias muy diversas y de todos los lugares del mundo, que las educaciones y las costumbres se pisaban unas a otras. Y había normas que no se podían ignorar, que no se podían pasar por alto.

En suma, eran una población, la que allí se congregaba, que aunaban modernidad y nostalgia, sobre todo, cuando el molino pareciera mirarte a los ojos, y cuando nunca, por más que se intentase, se le conseguía dar la vuelta del todo, por mucha curiosidad, fuerza y voluntad que se le pusiera. Tampoco tenía puerta como tal, apenas un ventanuco. El cual tenía algo de dragón, o de brujo, según belicosas tribus y personajes de renombre.

Egiptólogos, ingenieros y físicos habían estudiado innumerables veces la construcción, así como quiénes vendían su cuerpo en las inmediaciones de tanto misterio y cámara, hacia la orilla derecha, justo donde algunos quisieron poner una muralla para su fama y canon. El molino, no obstante, no dejaba de ganar terreno a cada movimiento de sus aspas, reinando libremente, piano a piano.

Era todo un enigma saber quién lo construyó, ni los abuelos más mentirosos acertaban. Incluso los griegos llegaron a dejar por escrito que fue el segundo hijo de alguien hasta que se acodó y quedó para las místicas venideras. Por haber, había infinidad de leyendas sobre esa mole de piedra, maderos y vientos.

Un monstruo sin cabeza que llegó a sobrevivir a varios alzamientos, guerras y desamortizaciones. También tenía sus condecoraciones. En una placa se decía que le habían hecho ciudadano indio y, por ende, miembro del imperio británico. La ecuanimidad de los halagos, así como de las generosidades y ambiciones, inteligencias e ilusiones ponía a muchos a sus pies, creyéndolo un apóstol en ciertas confesiones.

Se le podía obsequiar con cualquier cosa de bien, si bien, lo que más le gustaba era el carbón del día de Reyes. Se lo comía todo. Ese ventanuco no tenía fin, ya fueran mayores o centenares de estudiantes quiénes se lo dejaban caer. Mirar no se podía, cegaba ese agujero negro inacabado cuando se pretendía mirar. Un lugar por donde antiguamente llegaron a verter orines y lo enfurecieron, venteando sus malos humos y arrasando hasta bien lejos, para que los historiadores y otros posibles sucesores tomaran buena nota de esa paz relativa en tantísima velocidad angular.  

Para muchos, era la última persona con la que hablaban cada noche. Y así seguiría siendo mientras tuviera sus aspas mojadas, como decía la tradición. Aspas de papel. Según Roma, el más versátil de los emperadores (Adriano, el tercero de los cinco buenos emperadores que gobernaron con justicia) llegó a hincarse de rodillas y preguntarle; tanto como el emperador y corso francés Napoléon Bonaparte, quien ordenó que le dejasen pasar una noche completamente solo junto al mismo, al igual que hizo en la gran pirámide y última morada del faraón Keops (imitando a Julio César), legando a su séquito y un religioso musulmán a una colina cercana. Jamás se supo a ciencia cierta si acabó divinizado, o si pudo ver la punta de oro gravitando al alba. Fascinación que todo lo podía. Ni ratas, ni escorpiones ni murciélagos allí paraban. La propia respiración lograba ese influjo.

23
Dic

El mejor payaso era un payaso triste

Podía fotografiar y acomodar como nadie cualquier atisbo de realidad o de imaginación en su entorno. Era alguien que tenía ojo clínico, que captaba las cosas a simple vista. Más era incapaz de ser feliz.

Le reconcomían ciertas decisiones que había tomado, necesarias en parte, pero dolorosas. De esas en las que nunca había ganador alguno ni toda la bondad habida por haber. Aun así, era el mejor porque la gente le amaba, llegaron a decir del mismo.

Apenas trataba con su familia. Su madre seguía siendo su madre, y esa persona con la que no había llegado a conectar jamás. Sus hermanos más de los mismo. Los sobrinos crecían y apenas le veían y trataban. Con el resto de familiares tampoco es que tuviera trato. Unos y otros se acordaban, eso sí.

Y todos eran mayores e independientes a su manera, luego esa absurda brújula moral que les impedía mentir no era obstáculo alguno. Si bien, de puertas afuera, como quien dice, solo ellos sabían que apenas tenían trato en esa familia, o familias.

Nadie dijo “la idiotez no se cura y los mentirosos mienten”, sí otras cosas, duras. Sí. Perlas de sabiduría que nadie olvidaría jamás. En familia, razonar resultaba ofensivo, no obstante, había quien daba por suficientes y justificadas ciertas situaciones, a su conveniencia. Y ese fue el detonante (dar cosas por hecho, la habitualidad y el acomodo), salvo urgencias médicas.

Algo que todos debían soportar estoicamente, incluida la madre. Una señora mayor que en todas las métricas seguía siendo la madre, pero que no unía todos esos límites de la verdad y a sus hijos. Hijos, que no siempre accedían al funambulismo de dejar pasar las cosas por alto y mirar hacia otro lado. Uno de ellos, ese payaso, llegó a decirles claramente que no se podía tener todo, que quien quisiera algo y se lo trabajase adelante, echándose a un lado.

Tenía mucho por lo que pagar (todavía pensaba alguien, tuviera o no razón) y estaba cansado de ser fuerte. Una cosa era lo que pasaba y otra lo que parecía que pasaba.

No le gustaba dar paseítos a solas por el parque, ni ir de tiendas o de bares. Aun así, se decidió a no seguir dando su brazo a torcer y volverse firme, truculento y tosco, por sensible y decidido. Su atisbo de esperanza le llevó a tomar la peor de las decisiones, y la mejor. En parte se liberó: mirando sin mirar.

Aunque no dejó de ser un villano o un mal comandante de artillería. Cada día que pasaba se iba apartando más y más de la familia, si alguna vez lo estuvo, y haciéndose un poco más inútil en todo salvo en su oficio: lo único que le ocupaba. Con ello tapaba el olor del invierno y las estaciones que iban sucediéndose, también las fotografías que les dibujaba la vida, quisieran o no. Sus sobrinos y toda esa suerte de armonías construían sus árboles de las risas, él no.

La emoción más grande del mundo la ocultaba. Y ni disfrutaba del sexo con nadie, o salía a tomar café y desconectar y relajarse. Todo era normal, todo era lo mismo: verdad y apariencias. Trabajar, alimentarse, deporte, asearse y a la cama. Más su madre crecía, y los demás con ella. Un caminar que en absoluto conllevaba una mirada fresca. Había resquemores, muchos. Tantos como que apenas había interacción alguna, en lengua de madera, eso sí, de discursos vacíos, o de encuentro en el ascensor con alguien. El silencio era un vicio, y un hielo antiguo. Ya se habían dicho todo, y nada.

El payaso hubiera sido un buen militar, o médico. Es más, si se hiciera rico, seguiría viendo lo que tenía delante, y no le gustaría ni se gustaría.

En Navidad y esos otros tantos días tan señalados se ocultaba más si cabe. La canción de los nombres olvidados le podía. Todo le era un horizonte muy lejano. No quería estar con nadie, y eso que sabía amar, y lo necesitaba como todos. El oficio de su padre ya no unía como antaño toda vez que se fue; ni estaba ni se le esperaba, por imponderables del destino y los cielos purgados. Y por mucho que trabajase y se ocupase, las empresas y los centros cerraban a cal y canto en según qué días festivos y todas las vidas se sucedían en el seno de los hogares y las piscinas vacías.

Por suerte jamás le dio por darse al vino u otros pormenores de esos, de todos los futuros perdidos. Eran años de desesperanza, de queja, de duelo y de remisión con esa que fue la primera persona que le sostuvo la suya, y sus hermanos. De ese roce de la piel de cuando se eran iguales. Madre, hijo y hermanos. Pura y dura adaptación al medio.

Si hubiera una oficina para alistarse e ir a la guerra el payaso se apuntaría, aunque no fuera la suya. Necesitaba todo aquello que le permitiese evadirse. Hasta había casi que, renunciado a compartir su vida con alguien, y eso que a veces pensaba en adoptar un autobús repleto de niños -riéndose él solo- o en ir a besar a una mujer que una vez le dijo que le gustaba y estuvo dispuesta a probarse en esas lides con el mismo, tras leerle el pensamiento y los días de la vida. Pero quizás cada uno tenía su camino. El payaso, por no tener ni querer, ni tenía animales, con los que siempre se entendió mejor que con las personas, o así lo sintió él mismo. Vidas, que se fueron; otras, quedaron.

Para todos ellos la distancia se medía en años. Y la gente rara vez veía lo que tenía delante. Apenas un payaso, si acaso. Alguien que había dejado de ir a nadar, primero por la falta de tiempo de tan ocupado que estaba con su oficio, después, por una especie de aprensión absurda, que ni era frío, ni soledad o pereza. Lo mismo que le sucedía con la vida, que o le empujaban o le costaba si se paraba a pensarlo, tras algunos resbalones. Y era un tipo majo, decían.

Siempre empezaba sus cuentos diciendo que vivía en un avión. A los niños y a los mayores les encantaba. Un avión que de vez en cuando aterrizaba y tocaba suelo. Era lo más parecido a no tener casa, aunque la tuviera. Y ni casi que país o ciudad, lugar en el mundo. Un payaso que era bueno siguiendo normas. Y de esas personas que al acostarse se acurrucaba sobre sí, porque la naturaleza siempre encontraba la manera de sobrevivir, aunque no se fuera feliz y se mereciera otra mirada.

De los pocos payasos que no escribía carta a los Reyes Magos ni a Santa Claus en toda esa realidad diversa, transversal, y distinta por igual, pero que sabía lo que le gustaría tener y no tenía.

Y no era pertenencia a un grupo ni a una clase, sino la certeza de que un sencillo fuego, una caricia, o un deseo compartido hecho realidad sería el mejor benefactor posible. Algo que no sustituía la verdad por las apariencias.

Un payaso que sabía que había muchas cosas que los padres no entendían de los niños, y viceversa. También de cómo habría de cuidarse un amor para toda la vida. O de las personas mayores que se iban quedando solas y veían cómo antes o después les llegaría su hora del adiós y no querían ni lo uno ni lo otro, pero que debían afrontarlo, tanto eso como lo que les quedaba por vivir, fuera mucho o poco. Y de las políticas y los políticos.

Un payaso que no era libre ni de sí mismo, sobre todo en ciertas fechas. Y un payaso que podía ser el molino de las aspas de papel mojado.

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