Fingían estudiar un escaparate o esperar a alguien en una esquina, si acaso. Presos. Al cabo del día mi hijo los veía media docena de veces. Yo le improvisaba, unas veces le decía cualquier cosa, otras, por acumulación, le gritaba exasperada que no los mirase y le regañaba por las heridas en las rodillas y la camisa por fuera del pantalón, haciendo que no me dolía.

Desgarbados, y atados, ellos no decían nada. Todo sucedía en su asombro, el de mi hijo. La dueña de la casa nos obligaba a pasar por ahí. Hacia el otro lado, su hijo, sentado entre otros niños saboreaba a ciertas horas de todo con la boca manchada de chocolate. Les gustaba tener las puertas del comedor abiertas de par en par.

Mi hijo los miraba, y a los presos, porque creía que alguno era su padre, y su hermano. Se acordaba de cuando aún lo tenía en mi vientre y le mentía. Con rapidez le añadía el indeseable barniz. Yo, una flor solitaria, porque en la infancia lo importante es sentirse querido.

Todos los días de clase, a la misma hora, ya acostados, mirábamos al techo las manchas de humedad de esa habitación que compartíamos, mohosa e indeleble, y su cegadora fascinación le hacía creer que él también merendaría chocolate al día siguiente, aunque fuera a las puertas de un mal recibidor.

La confusa mezcla de sentimientos me llevaba a pensar que el sexo seguía siendo espléndido, incluso cuando me arrastraba más allá de la cama. “Para llegar tarde a la libertad siempre hay tiempo”, pensaba, muerta de hambre. Cerraba los ojos para apreciar de mejor modo el sabor del primer bocado que pudiera arramplar.

Que me pegasen no era una descortesía. Lo prefería. Al menos, el resto del día era para mi hijo; no el suyo, ese de ojos claros y pelo engominado… Supongo, que con los años habrán entendido mi expresión de fastidio. Cuido a sus hijos lo mejor que puedo, y siempre tiene mis piernas abiertas, nunca en voz alta, que sé que no le gusta, ni la mueca de asco. La cara cortada me da igual, nunca nos llegamos a hacer una foto. Las cicatrices me recuerdan que todo lo que he vivido es parte de la realidad. En lo más áspero de mi vientre seguiré contándole la amorosa regañina a mi hijo con el mejor de mis acentos, y le seguiré cuidando las rodillas y medio remendando los pantalones. Veo todos los días a gente mucho peor, y no me arrepiento de haberles mandado a la mierda cuando le reventaron la cabeza con la culata del fusil. Se les metió entre ceja y ceja quitármelo porque tosía. ¡Si yo hubiera tenido dos manos!, ¡y el fusil munición!… Voy a estar triste hasta que me muera; ya ni me pegan.

Y todo, a una calle de distancia de donde se había criado mi madre: la que se comió a mi perro.

 

PEBELTOR: el imperio de los sentidos

 

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