Quería el surgir de la vida, que también fuese sucia, ruidosa, fea. La Humanidad eran ellos: ni más ni menos. Y eso que la primera bala que se metió no tuvo ni agujero de salida.

Con una mirada cargada a partes iguales de emoción, preocupación y orgullo, más la felicidad de no tener que hablar en ningún idioma que no fuera el suyo, escuchando su propio eco le gritó al puto árbol que uno tras otro había ido enterrando a abuelos, padres, tíos, hermanos, esposa, sobrinos e hijos; y por supuesto a los amigos y sus allegados; desconocidos y animales, también.

Ya no sabía qué hacer ni adónde mirar. Ese árbol que de niño le refugió le había confinado hasta la extenuación. Arbolito, arbolito; tú y yo, tú y yo; solos” era todo lo que quería dejar de olvidar. Un pensamiento de lo más audible. Solo. Con su rabia, y la omnipresente salud y alegría de ese árbol.

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