Si no millones, muchos miles de habitaciones cerradas había como esas. Vivían con ese rencor, más bien dolor. Se llegaron a sentir nada. Sin apenas defensa y casi que siendo la comida de otro, viendo el rostro de sus torturadoras día sí día también.

Sus mentes obedecían sin defenderse, bajo la intemperie del aire de las ventanas cuando se podía. Las cuidadoras eran ciegas que podían ver, pero que no miraban más allá. Poco más que un ardid populista, aislándolas y teniéndolas recogidas en días señalados. Gente carcomida por el veneno con lapidarias frases que mejor no citar. Todas, desarraigadas, y no creyendo en ese tipo de amor, presas igualmente.  

Por no haber no había ni una buena música de radio que les gustase, o palabras de esperanza y amistad. Les daban pastillas. Bebían lo normal: agua. Y hasta con eso algunas veían perros verdes. La costura, en tiempos, fueron su libro de las ilusiones. Solas en una especie de celda en su propio cuerpo, como que culpadas de veintiocho delitos cada una.

Tocar sus pies y calzarlas, comenzar a mirarlas desde abajo sin mirarles los ojos, vestirlas y ellas dejarse, apoyando sus manos en los hombros quienes podían, era el reto diario y entretenimiento para las que fueron sombras de la crianza, habiendo pasado de la suntuosidad de palacios en algunos casos a la miseria de convivir como presidiarias.

Todas, encerradas y castigadas por hacer ese bien, habiendo llegado a la edad a la que una persona se consideraba vieja. Locas de atar. Hijas repudiadas y madres parturientas. 

Escribir un comentario

Al continuar con la navegación entendemos que se acepta nuestra Política de cookies. Más información

Utilizamos cookies propias y de terceros para mejorar la experiencia de navegación, y ofrecer contenidos y publicidad de interés. Al continuar con la navegación entendemos que se acepta nuestra Política de cookies.

Cerrar