Cuando todo lo que has querido ver lo tienes delante y se te tuercen los caminos, en esa frontera donde te quieres a ratos odiando lo de aquí y lo de allá, todavía eres capaz de sostener los aspavientos y esos ciegos argumentos, ante la estimulación de la ceguera que te hiere los ojos y te saca las fiebres, para convivir en un mismo sino, más o menos azul, compartiendo aires y sol más los distintos colores que nos llegan a tiempo, humanizándonos, sí.

Los otros son arlequines de plástico, políticos y sus políticas, cicateros de bruscos cielos, graciosos, bufones, innombrables; más bien un intento, confrontación… estraperlos.

Más, donde la música no es solo una excusa, se mira un poco más lejos y se apadrina ese metro cuadrado, sosteniendo cualquier forma pero no de cualquier forma, como verdad, como educación, como cultura. Y se prefieren las mentiras, lo vintage y el lujo ese, convirtiéndolo en una experiencia aún más conmovedora. ¿Quién no se ha parado ante una pintura negra o un paisaje imposible, humanizándose?

El arte de detectar un nicho, revitalizarlo y expandirse sin moverse: eso también lo quiero, y que no haya corrupción y todas esas mierdas… La primera vez fue como si todas las luces se apagaran a mi alrededor; me preocupé, ya no, ahora me escapo, lo extraño… casi que le anuncio al cielo mi destino, de alguna manera, aúno, ejecutando esas músicas negras siendo un actor blanco en su conjunto. ¿Aires de superioridad? Unos días miro desenfocando, en otros, soy yo el último eslabón de esa cadena… con ese afán compulsivo de etiquetar: dolor de clavo, mierda de arlequín. 

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