Podía conocer las reglas y aun así equivocarse. Eso le sucedió a este escritor. No quería presumir de libro, en absoluto, solo escribir, como que de espaldas a la carretera, sentado en el pretil bajo la lucecita de una cerilla con el gesto varonil y una repentina ternura, más el cielo quieto, casi que tiznado de carbón, bajando la noche para inundarlo todo.

También vivía en una buhardilla, ese que iba poco al cine. Y salía sin salir con alguien, que estaba de muy buen ver pero que no le enamoraba, ni cuando anduvo mirándola con aire sofocante y, en otros, artificial. Una mujer dispuesta a serlo todo, de las que preferían besos bruscos e inexpertos a falta de ningunos otros, y de las que se dejaban besar una y otra vez estando dormida.

Quizás por el aspecto abatido, quizás por no besar ni el ser un transeúnte o el vivir sin criada, las palabras hormigueantes no dejaban de salirle, directas a las páginas. Unas tras otras, como que algo casual. Y no había manera de parar. Palabras que sumadas hablaban de esos semidioses y el gran hotel de Rota: la Base Naval erigida en tal lugar, y los apartamentos contiguos y separados, y su gente, el amor y las barracas o las casas que trascalaban unas calles con otras a falta de ninguna.

Párrafos que se escribieron con total sinceridad y a disgusto consigo mismo. En su mayoría hacia la noche, que era cuando manejaba mejor las reglas, y también se sentía más joven y guapo, raramente. El que ni siquiera daba las buenas noches o buscaba callejuelas con esa, la del saber coser y el lugar y tiempo muy concreto, de una capital y su pedanía, y un modo de vivir que pudiera darse en cualquier parte y ni ellos supieron.

La novela El sexo de las embarazadas fue el lugar desde donde observar el mundo sin obviar el ámbito doméstico. Algo aparentemente irreal, desligado de todo cuanto conocía. Textos decentes ligados a lo más disparatado, y mujeres capaces de hacer lo que les pidieran, sobre todo las lisiadas (hasta con la espalda mordida) y las hermanas mayores, aunque bien podrían haber estudiado Ciencias Naturales, y no esas cosas, para muchos, barbaridades.

Subir los escalones de dos en dos no le ahogaba; ni uno más, de tres en tres, que ya costaban. Intentó en vano hacer confidencias, como si estuviera ennoviado. Y la invitó; pero no. Sus arbitrariedades desconcertaban, dentro de los afectos y la breve historia, apenas de unos instantes. Echaba en falta tener días locos de entusiasmo, preferir quedarse a comer y a cenar, hasta enfadarse e irse del cuarto. Su casa no era su casa, aún pervivía con la sensación de provisionalidad, tal que todo fuera un examen trimestral y el pretexto del ganarse la vida, haciéndosele la ciudad y su oficio tremendamente aburrido.

Ella y las palabras escritas le hubieran seguido. La primera por insensata. Los textos, porque iban siempre con él, residiendo en la pensión de su cabecita, animadoras y fulanas, directas y sinceras.  

En el bar de la estación pidió un café solo, y allí terminó el libro, bajándose del andén. Un andén casi desierto, del que sonó una campana y el tren arrancó. Entonces ese se bajó y dejó las páginas aprisa, echadas a correr, porque el tren rebasaba la estación sin dejar de mirarle, cayéndosele las lágrimas, sonando los hierros del tren sobre las vías cruzadas, no distinguiéndose ni una catedral; apenas unos vencejos altos, altísimos. Que de largo le dejaron en su ser, ya sin el juego de la vida: huérfano de todo.

Solo los mejores supieron convertir sus peores fallos en sus mejores aciertos… él no fue uno de ellos. 

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