Un tipo que salió de prisión un viernes, en apenas cuarenta y ocho horas no reconoció nada, salvo que la prisión no le había aportado nada bueno, que fue otra catástrofe más en su vida. Cerca de la cincuentena, se saltó cuatro veces el confinamiento, para volver a la cárcel. Sin pareja e hijos, sin un techo fijo, queriendo mucho a su madre y a sus hermanos, que no soportándolos; vivir en determinados sitios y conocer a determinadas personas llevaba a esa fe del entrar y salir del módulo de preventivos, repitiéndosele los días. Y siempre caminando en círculos, como los perros, dando vueltas sobre sí mismos para acostarse mirando a la nada, toda una caja de comportamientos no solo curiosos, echando un vistazo a todo por si hubiera depredadores, buscando la comodidad de su ser. Alguien capaz de disparar de lado y combatir en distancias cortas sin alzarse.

Esa esquizofrenia del que todo tuviera que seguir funcionando era real, ya fuera al amparo de las alegres cortes familiares, de las altas sociedades o de quienes consideraban a la mujer un hombre incompleto, más las emociones y los avatares en la distancia y el despecho. Unos, ante la epidemia, se preguntaban si los mejores años ya pasaron; otros se dispusieron a blanquear, encalando, las fachadas de sus casas. Un rito de la arquitectura popular. La cal quitaba todos los microbios, no las palabras. Recorrer una sucesión de fachadas blancas iba ligado a la propia mudanza de las estaciones, la pulcritud y hasta la renovación de la muerte. El efecto antiséptico y antibacteriano del óxido de calcio, por el poder higienizante de la cal, lograba en los pueblos de la Campania la uniformización académica más allá de las denostadas y faraónicas construcciones de ese fulgor, que, en poco, quedaba en carestías hacia los mastodónticos complejos. En casi todos los rincones de las casas había un hueco con brochas, escobillas, escaleras, tinajas y cubos con cal apagada. Simpatías hacia los dolores propios y ajenos y un buen repasito para coger los desconchones. Una noción de humanidad.

Siempre se distinguió a seres dispuestos a la perdición, otros que eran eslabones. Hacían lo que sabían, y a partir de ahí empezaban a construir. Una mala noche podría parecer toda una semana.           

La pandemia dejaba al descubierto en muy poco tiempo todo lo que no funcionaba. Los culpables siempre fueron los menos sospechosos. Fabrizio lo sabía. Cuando cogía el coche y le daba el sol de frente prefería que le arrollase un camión y pusiese fin a todo. Nadie sabía nada en Nápoles, ni si eran prisioneros o aliados. Antes fueron enemigos de los rusos, y luego amigos. Pero tenían que vivir, y para ello habían de comer. Con la barriga llena, todos hablaban bien de Dios, fuese el que fuese.

Extracto del Libro La importancia de verse

(Novela en curso, a punto de terminar)

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