Presumiendo de aquella casa de muros de color crema, contraventanas verdes y entrada granate a juego con los tejados. Así empezaba cada vez a confesarse, soñando de otro modo mientras jugueteaba con la correa del bolso.

Dichosa ella, y dichoso su marido que pereció en un crucero.

Hasta la vigésimo quinta vez no se le sinceró realmente ni le contó sus vericuetos con el vecino de enfrente, un palurdo que se levantaba a las cuatro de la madrugada para terminar de amasar y hornearle los panes a la Benemérita, salvo los martes.

No haber ido a misa, ser rebelde o desobediente con los vecinos de piso, maldecir, abusar de los dulces, acumular mucho rencor y resentimiento con su hija parturienta, mirar a los demás con lujuria, calumniar, haber tenido un aborto, emborracharse, fumar drogas, ver literatura pornográfica y tener fantasías, pagar por sesiones de espiritismo, burlarse de otros y no hacer las tareas del hogar fueron cayendo una tras otra.

Lo de poner apodos y ser egoísta siempre lo repitió, la mayoría de las veces con mala cara y de mal humor para acabar rebelándose contra Dios y sus mandamientos muy enojada.

De ella, el párroco no le comentó nada a la sargento Florentina, su otra querida, y hermana de la del bolso y la correa. La que también estuvo en aquel crucero.

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