No paraba de sangrar, sangraba de vida, de apuro, por rabia. Ardía, se retorcía. Lo sabía ella y solo ella. La sensación de encaje, la sensación de que a medida que iba creciendo estaba siendo más absorbida por sí misma, la hacía hasta perdonar y condenar sus orígenes y creerse dos mujeres en una bordeando los sueños bajo el mismo patrón.

Mujeres que decidían con contundencia respecto a los hombres, a quienes unían sus vidas, ya fuera con curiosidad o morbo o con la mejor de las decisiones privadas.

Sangraban y la raza parecía no tener nombre ni el más mínimo atisbo de crueldad que la propia piel, despojada de lo superfluo, intensa y memorable, también breve. Sangre que se recreaba en ciertos sabores dejando una profunda marca a según quiénes.

Sangrar, sangraban hasta las cantantes calvas, las profesoras más inteligentes, las del porvenir y las víctimas del deber. Todas sangraban, incluso las jóvenes casaderas en un delirio a dúo. Sed y hambre de un juego burlesco y dramático, de ídolos vacíos. Nunca cuentos para niños menores de tres años.

Con todo, simplemente sangre; de las que algunas no tenían ni idea, sí que lo sentían mucho. Y lucha encarnizada por ocultar, en realidad, ser mayor como momento cardinal. Fórmula para hacer hincapié en la propia estupidez o en la suma del entendimiento. La lengua más pobre, el extrañamiento.

Y el respiro más profundo de los aires vivificantes, toda una vida.

Hacia la mañana, el primero de los cantos ya se atasca de buenaventura y se señalan las manchas, el primer lugar de pecado, y sin otra alternativa, luce el sol sobre el mundo de siempre. (Para los ingleses lo mismo, que no hay periodo intermedio).

Los días felices se viven con un mundo de color, otros, con acusado humor negro, casi que, sin afinidad, donde nada es más divertido que la desdicha, pero siempre la misma cosa: esa oscuridad que amenaza invadirlo todo.

Para cuando la última cinta, el monólogo interior es más de asedio. Pronto, a pesar de todo. Sin próximo mes, quizás. Más se vive en la transfiguración, y en las fiestas que no se celebran; permaneciendo en las viejas costumbres, esencialmente pesimistas en la voluntad del vivir. “Seré yo, será el silencio, no sé, allí donde estoy, hay que seguir, voy a seguir, en el silencio no se sabe” denotan algunas como mera existencia, obligación, sin meta, sin esperanza.

Ruinas y refugio, el fin, no más falsedad. Un ruido que no se mueve. Rostro gris azul claro, cuerpo pequeño, apagado y abierto. Cuatro lados a contracorriente, sin salida. “Debió de llorar cuando niña”, dirían algunas. Solo el grito del nacer lo supera, cerrados los ojos y cambiada, otra vez: boca arriba, en la oscuridad. No siendo ni dueña, decrépita, pero imperturbable y constante. Sin sentimiento ni deseos o competencia para juzgar. “Todos nacemos locos” continuarían diciendo algunos, no existiendo pasión más poderosa que esas palabras -tan innecesarias- manchando el silencio y en la nada de las vueltas quietas; deseos de un teatro reunido en la capital de las ruinas.

Un fin donde la ordinariez y el egoísmo quedan justificados en la gente que se acerca, que se conoce y la que se llega a tener por amistad. Ese vago espejo, mirando algunos a todas partes desesperados, de manos al aire y niños con la nariz blanca aplastada contra el cristal, mirando serios por la ventanilla abierta del coche hacia las persianas bajadas y contando rincones y cuchicheos, otros chancleteando pantuflas a la espera más amortajada con la puerta bien apretada, sentados en el sitio vacío. La sensación de encaje, la sensación de que a medida que se va creciendo uno va siendo más absorbido por sí mismo, hasta perdonando y condenando sus orígenes, creyéndose dos en uno, bordeando los sueños bajo el mismo patrón.

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