Tag: queriéndose

13
Abr

Los que tienen prisa, tropiezan

Berta, en su alegría y desvelo, le hizo viajar a lugares no para conocerlos, sino para confirmarlos. Sin prisa febril. Simplemente perfectos. Más estando en la cama con el hombre inapropiado en esos desnudos de disparate y esos malos tiempos para el país, queriéndose como leones, con imperdonables mordiscos y ese sonido de la alfombra urdida por la música del hogar, olvidándose por unas horas dónde estaban y quiénes eran.

La importancia de verse

El agua, cuando viene,

viene con las escrituras que son suyas.

25
Ago

El corazón helado

Extraordinaria, comprometida, necesaria. Perdió la guerra; o se marchó y se quedó. Fue cuando no llevaba medias, y sus vestidos que no eran vestidos le sentaban tan bien como si no los llevara.  

Pareció llegar de otro tiempo, de otro mundo. De pronto. Hubo algo en su actitud, ese encogimiento forzoso, que los unificó. Él, pensó, y sostuvo la mirada. Los suyos y los de ella, verdosos pero oscuros, un marrón reconocible solo en ella.

Una mujer a destiempo y sin motivo que avanzó en dos tiempos. Una mujer del presente, y con memoria, que quiso reelaborar sus días, más por dentro que por fuera. Y lo intentó, o intentaron, con inquietud, impotencia, amargura, miedo, rabia… aferrándose al hambre y la zozobra.

En la víspera de su partida también creyó que lo suyo no era un novio, sino una tontería. Menos tranquila, menos sensata; ni le besó. Nada de entrega, nada de pasión.

Por entonces las cosas les iban tan mal que echaban de menos sus conversaciones nocturnas. Ella, quiso, un tanto vehemente arengarle, y ese novio o lo que fuera no pudo. Ella, urgente, apresurada, salió. Habría dado cualquier cosa por salvar esa relación, ahora bien, llevaba meses con un presentimiento. Él, como si solo soñara con vivir en una casa de campo.

Les faltó ese brillo paciente, de cuando la primera vez: paciencia, una serenidad fácil, ecuánime, hasta insensible. Él se quedó con aquella mirada; silencios que recordaría toda su vida. Y con esos apretones de mano de ella, suplicantes. Palabras, gestos, silencios que recordaría toda su vida. Un tesoro sin precio en un mundo donde las parejas no existían, solo las impaciencias despiadadas, los padres y sus hijas. Poco más.

Las madres ya no eran madres. Trabajaban y muchas habían dejado de desear como que en una naturaleza distinta. Piedras, con suerte, sobre un trozo de tierra. Y que no las forzaran, o robaran, dejándolas con el rostro de un extraño, polvorientas, renunciando del todo a desear.

De ahí la importancia de apenas encontrarse sin volver la cara. Sin mirarse, sin saludarse, sin decirse nada… años y años, para un día acabárseles de romper el corazón sin esa ansia de saber, queriéndose. Algo que no se acabaría nunca.

Pero ella se había ido, y él inhóspito, como que cercado de alambradas.

De verse posiblemente ni terminarían o empezarían las frases, condenados el uno al otro, espantosos, distintos. Lo suyo no tenía remedio. Alguien, nadie. Seres que se conocían muy bien por ser ellos… que ojalá supieran dejar ir lo que ya los dejó ir. La desfachatez más grande, donde cada cual, en su foro interno, si pudieran vivir otra vida tratarían de cometer más errores unidos por la pena y por la vida, y por la obligación del seguir despertándose cada mañana y tener que darse la vuelta muy despacio, saliéndose de ese abrazo y refugio suyo tal que la última noche e improbable salvación para ver esas otras lágrimas distintas pero iguales atrapadas en ese bucle de los brazos de él y de ella transformando la belleza sin anularla, jóvenes, medianos y ancianos.

En cambio, más allá de la emoción y del cansancio, uno y otro a distintas alturas, a cada paso que daban se buscaban y no se encontraban por encima de la alegría y la tristeza que se propinaron, apreciando la perfección airosa de los días y los trabajos siéndoles la ciudad una mala pensión, otra de tantas a falta de los alaridos del buen dolor y los arrodillamientos en el suelo paralizándose sin ni saber por dónde empezar a remediar lo irremediable. Ella y él, repitiéndose vivos: “te sigo queriendo con todo lo que soy, con todo lo que tengo”. Y muchos otros desamparos.

El paso del tiempo les hizo temer encontrar a otros, por cuando los días más cortos haciéndoseles largos. Reencuentros resueltos con uno mismo, poco menos. Solos, solteros y desamparados sin límites y sin condiciones, ni holguras de lujos. Más contuvieron la respiración, se querían más y menos. Y los rostros iban de mujer a muchacha, o viceversa para mayor escarnio. Necesitaban mirarse, apiñarse y mantenerse apretados besándose en la frente, en los ojos, en las mejillas y en los labios. Y casi que desaparecer de la vida cotidiana y las consignas de tantos infelices. Esa manera de pensar despacio que intentaron imponerse… apenas progresó al corazón helado, y al tumulto de las calles. Fueron demasiado orgullosos, demasiado egoístas.

Oscurecidos, avejentados, se siguieron prometiendo a sí mismos: nunca más. Bastarse solos era hambre, ruinas y bombardeos. Tuvieron un talento extraordinario para la impostura. Aquella ciudad, aquel mundo… las tardes, como todas, les seguían echando de menos. Era como si él o ella necesitasen el permiso del otro para preguntarse, para interesarse de nuevo cara a cara e integrarse. Ser, viajar un poco (lo que se pudiera), tenerse y estar. Sobre todo, estar. Habían perdido la guerra, su guerra. No, y sí. 

Para los historiadores, para los políticos, para los estrategas tampoco hubo un plan. Unos y otros, cabrones. Nadie, más que ellos, siguió caminando en voz alta deseando mirarse, verse y estrujarse, aunque fuera de tristeza o de mala emoción… de amor y por amor. Culpables y traidores, locos. Tontos.

Y así, al poco de morirse. Él. En un día de primavera, templado y claro, donde nació y apenas vivió, alguien cogió unas notas. Páginas que no eran oficiales, sí un diario. Había tenido tiempo para elaborar aquel librito de los refranes. Los justos. Aquel desconocido que lo tomó y se tomó la molestia de tomar el libro y darle batalla, se amparó en uno, sin prisa y sin sorpresa, resignado a desempeñar un papel distinto de sus días y sus trabajos. Con esa frialdad, leyó y comprendió. Algo que le llegó al otoño con la desesperación de sus propias piernas tras buscarla y buscarla, porque quiso hallar con la dama que aparecía en la dedicatoria y advertirle de esas letras, cartas suyas, espaciadas, y dichos. Insignificantes y sin embargo importantes, producto de ellos, de dos amados… Fue un episodio extraño. La niña no era la niña, ni abuela. Pero no le resultó extraño. Enseguida supo de quién era, libros que siempre tuvieron cerca, instintivos, de una sensación aún mucho más extraña, sin pausa y sin consuelo. Donde hubo fuego, cenizas quedaban. Ternura y deseo. Al descubrirle la carta con una tranquilidad casi ofensiva, detalló: Adonde el corazón se inclina, el pie camina.     

Y nunca pudieron dejar de quererse, ni de devolverse la mirada. Cualquier cosa, ni habiendo dejado de respirar con la maleta de los viajes largos y sus muescas endurecidas en el lugar donde debían haber estado sus corazones: juntos y sin echarse a perder.

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